¡Mis
queridos palomiteros!
Recientemente,
la plataforma de cine Netflix ha estrenado El
Hoyo, una suerte de distopía piramidal, con tono de thriller psicológico,
que supone el debut en el cine del joven realizador bilbaíno de 46 años, Galder Gaztelu-Urrutia, que ha contado
con David Desola y Pedro Rivero para elaborar el guión, y
con los muy solventes actores Iván
Massagué, Antonia San Juan, Zorion Eguileor, Emilio Buale o Alexandra Masangkay, quienes
realizan un trabajo actoral impecable.
La
película se ambienta en un futuro indeterminado, donde los prisioneros se
alojan en celdas estrechas -modernas en su funcionalidad-, verticales, herméticas,
grises y embutidos en atmósferas asfixiantes. Cada uno está allí por
motivaciones muy particulares, y su máxima preocupación consiste en comprobar cómo
a los presos de las celdas superiores se les alimenta abundantemente, mientras
los de abajo mueren de hambre.
Es decir, que de lo que se trata es de
sobrevivir a cualquier precio y donde sólo hay tres tipos de personas: los que
están arriba, los que están abajo y los que deciden saltar, incapaces de soportar
esa agonía por más tiempo.
Triunfa y
convence
Galder Gaztelu-Urrutia al filmar con pulso firme una historia muy actual, casi
en formato de obra de teatro, que critica con claridad meridiana al sistema
capitalista a ultranza en el que nos hayamos instalados, por un lado -sólo gana
el más resistente, tanto en el terreno de lo físico como en el terreno de lo
mental- y, por otro, realiza un análisis milimétrico sobre el comportamiento
humano y de sus limitaciones. Incluso rezuma
en la historia un aire de trascendencia y religiosidad, poco apreciable en
filmes del género.
Nuestro
protagonista es Goreng. Llega hasta
esas instalaciones para dejar de fumar, leer El Quijote y salir de allí seis meses después con un diploma
oficial. El problema está en que cada 30 días cambia de nivel. Su mentor es Trimagasi.
El Hoyo no es sólo una
aliteración de acontecimientos hilados entre sí -aunque no se explica suficientemente
cómo llegan de unas a celdas a otras- donde se muestran personajes sin ton ni
son, y de los que apenas sabemos nada. Por otro lado, el filme es en ocasiones
desagradable en las escenas de lucha, muy crueles y primitivas, cuyo
hiperrealismo no ayuda a seguir con comodidad el relato, por no hablar de su
humor negro.
Sin
embargo, en el segundo acto, la película rebaja el tono y se hace más
didáctica. Se empieza a comprender el sentido y la sensibilidad del ser humano
en medio del caos y la catástrofe, así como los sabios recursos oníricos
empleados para hundir más y mejor el bisturí en el meollo, con el único fin de
salvar la vida.
En
este sentido, un personaje ha pasado todo el tiempo en ese agujero sin ayuda y
no presenta ningún síntoma de enfermedad, ni física ni mental, así como otros
han perecido en el envite. Pero necesita que lo rescaten porque por sí solo no
es capaz de sobrevivir. O dicho de otro modo: a costa de que el mundo muera,
otro puede ser el salvador de todos.
Por
cierto, mucho se ha hablado en los
últimos días sobre el significado del final de la historia, cuando a menudo
los responsables de bastantes películas quieren, conscientemente, que sea el
espectador el que complete la película. ¿Es relevante que El Hoyo lo haya planteado? Naturalmente. Lo que sabemos y juzgamos
es lo que conocemos, lo que vemos.
Para
empezar, Netflix puede estar
planteándose una secuela tras los premios que El Hoyo ya ha recibido. Puede
que Goreng esté muerto desde el principio -al estilo de Los otros, de Alejandro Amenábar, o de El
sexto sentido, de M. Night Shyamalan-, cuyo mensaje está implícito
en el propio libro de El Quijote.
Puede que el personaje que asciende desde la plataforma represente el futuro de
la sociedad, porque la actual está corrompida. Y, en este sentido, se atisbaría
una idea lúcida sobre el progreso de una sociedad libre, esperanzadora y sin
prejuicios.
Lo
importante es que, con esta película, todos hayamos aprendido algo sobre
solidaridad, empatía con el prójimo y bien común. Lo otro es menos relevante.
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