Recientemente, las salas españolas recibían una película de habla hispana, Infancia clandestina, de cierto tufo derrotista. Veamos las razones.
Sorprendentemente multipremiada, Infancia clandestina despliega una
perfecta puesta en escena, cuenta con unos intérpretes de alto nivel, un
montaje apasionado y una banda sonora matizada (Pedro
Onetto y Marta Roca), pero el cineasta bonaerense de cuarenta
años, Benjamín Ávila, resbala al contar su historia personal en la Argentina de
Videla, traicionando la objetividad del relato a favor de un discurso
ideológico muy asentado.
Infancia clandestina cuenta la historia de Juan, la historia de la
herida de un niño de 12 años y su familia. Es una historia de militancias, de
clandestinidad y de amores. Donde los deseos se pueden convertir en realidad y
también pueden desaparecer. Donde se puede ser feliz y también desdichado. Juan
vive enmarcado en el concepto de clandestinidad -forzado por una nueva
identidad si se quiere conservar la vida tras años de exilio-, y por eso tiene
otro nombre al igual que toda su familia: su mamá Charo, su papá Daniel y su
adorado Tío Beto.
Juan se llama Ernesto. En el
barrio y en la escuela lo conocen así. Pero en su casa es simplemente Juan.
Entre estos dos mundos, Juan y Ernesto, conviven, colisionan y se
retroalimentan hasta que nuestro protagonista quiere vivir su vida en libertad
-en este caso sólo puede ser en clave de clandestinidad- lo cual pasa por
conocer a María, una jovencita de la escuela, que se convertirá en su primer
gran amor.
El filme que nos
ocupa -candidato al Oscar en la categoría de habla no inglesa y candidato al
Goya a la mejor película iberoamericana- irrumpe en la cartelera madrileña -tras
haberse exhibido con mucho éxito en Cannes, Toronto, Huelva y San Sebastián-
con la sana intención de rememorar un pasado, personal, verídico, pero no
veraz, ambientado en la dictadura de Jorge Rafael Videla (1976-1983) en la que
muchos niños fueron robados. No en vano, la madre del director es una de las
desaparecidas. Por ello, resulta oportuno recordar ahora La historia oficial, película que dirigió el productor Luis Puenzo
y que supuso la primera estatuilla para Argentina en 1985.
Entre los
aciertos de Ávila en Infancia clandestina
ha de contarse con su fresca y meticulosa puesta en escena, que recoge muy bien
el aspecto sobrio de un país en horas bajas y, sobre todo, el punto de vista y
lo que supone no perderlo en ningún instante, en un marco opresor y desafiante.
De esta manera, Juan es capaz de “asimilar” los ataques de la horrorosa
guerrilla, en cierto modo, como si se tratara de un juego.
En este sentido
podemos encontrar suficientes paralelismos con otra gran película sobre el
tema, y rodada por otro argentino, Kamchatka
(Marcelo Piñeyro, 2002), que la definió como “el lugar donde se está, donde no
te puedes escapar”, el alusión directa al juego de mesa sobre estrategias
militares, Risk, en el que participan un padre y un hijo. Lo que es innegable
es que Infancia clandestina funciona por
su habilidad manejando atmósferas y tonos dramáticos si dejamos a un lado el
marcado carácter ideológico de la historia.
Pese a que elige
llenar las rutinas de sus personajes de momentos de humor, el drama de Ávila acusa
problemas de ritmo y de definición narrativos en los que alterna momentos de
tensión casi intolerable con otros de gran ternura, a veces demasiado
almibarados.
Podemos
concluir, pues, que a pesar de que destapa otro capítulo doloroso sobre los
nefastos y amargos hechos del conflicto armado en Argentina, Ávila, toma tanta
parte en el tema que termina por personalizar demasiado el asunto, por eso el
tono de su guión tiende a juzgar la historia desde una óptica deformada y sus
emociones no consiguen revelar con hondura crítica los sucesos exactos que se
inserta su Infancia clandestina.
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